Tango y fútbol, el hilo que nunca se rompe.

Por: Sara Stefanía Hernández

Capítulo Universitario.

El 25 de junio de 1978 a las 15:37, el melenudo de la camisa 10 albiceleste se deslizó por la grama del arco sur del Monumental para marcar el primer gol argentino en la final de un Mundial de Fútbol. El mismo Matador desequilibró el pleito en el alargue. ¡Campeón! Cantaron en los barrios y las calles de Buenos Aires, al ritmo de un compás de dos por cuatro. Ahí, en las cercanías del Río de la Plata, el planeta miraba con extraña curiosidad la forma en la que los gauchos le rendían tributo a su religión fútbol por medio de su ritual: El tango.

El drama, la bohemia, los dolores, el arrabal y la resistencia de este desahogo llamado música, lo dejaron los inmigrantes en los puertos del lado sur del continente americano, la herencia de una raza negra, gitana y nómada se convirtió en himno y huella digital del país más blanco de Latinoamérica. Pasó lo mismo, cuando los ingleses pisaron tierras del Cono Sur con un poema redondo bajo el brazo, la simpleza, la plasticidad y lo genuino de la pelota, combinado con el ritmo de la milonga, la comparsa y los tríos, hicieron de ese deporte un estilo de vida, una doctrina sentimental.

Tanto es así que tienen dioses, el primero, el más humano de todos, se proclamó rey en suelo azteca, con una mano del cielo y una genialidad terrenal que lo hace aún más grande. El segundo, aunque extranjero de nacimiento, recorrió el mundo con un bandoneón puesto en su garganta. Definitivamente Dios le tiene celos a Maradona y a Gardel, pues son los únicos que han hecho llorar al mundo de felicidad y tristeza, unieron a la América con Europa, sanaron de a poco las heridas y secaron la sangre de la guerra; además, vemos sus rostros pintados en las esquinas de los caminitos de la vida, a Dios no lo hemos visto nunca.

Fue uno de ellos, el Zorzal, el que conquistó tierras paisas, esas mismas que también sufrieron la inmigración, esta vez de locales. Paradójicamente fue el deceso del músico y actor un 24 de junio de 1935, la causa del arraigo popular del género musical, cantado por guapos y escuchado por malevos. Manrique, Prado, Junín y Lovaina abrigaron a los compadritos que buscaban desahogar esas penas del vivir. Ellos se reunían cada mes en El Bosque, barrio de la zona Nororiental de Medellín, para escuchar al Negro, a Troilo, Magaldi, Libertad Lamarque, Merello y demás artistas de la década de los 30. A menos de 300 metros, en el Parque de la Libertad,  los obreros le daban puntazos al balón, en una de las primeras canchas de fútbol de la Ciudad. Reescribiendo lo inseparables que son la pelota y el cambalache, no importa el tiempo o el lugar en el mundo, ambas son de la gente y esta, exigente a su dolor y carencia, los elegirá siempre, pues cuando se busca a uno, por descarte aparece el otro.

Zubeldía,  José Manuel Moreno, Omar Orestes Corbatta, Navarro Montoya, Hugo Horacio Lóndero, José Vicente Grecco, Oscar Juárez, José Pekerman, Juan Asconzával, Atilio Miotti, Osvaldo  Palavecino, José Luis Brown, Sergio Galván Rey, Ómar Pérez,  Franco Armani, Germán Ezequiel Cano y demás, han sido el toque tanguero al balompié antioqueño. Tango y fútbol, parecen sinónimos, generan lo mismo, inician con una exhalación, finalizan con un suspiro. Son del pueblo y para el pueblo. No excluyen, unen y quedarán sentados en el olimpo de las pasiones como los dos grandes astros de júbilo.

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